miércoles, 25 de noviembre de 2009



Ladillas

Fue en febrero de dos mil nueve. Un día abrimos la puerta del apartamento y allí estaban, macho y hembra, cargando en sus picos trocitos de madera, pedazos de hilo; cualquier cosa que les sirviera para fabricar el nido. Iban y venían. Los observamos con interés. Nunca habíamos visto un nido crecer tan cerca de nosotros.

Como al quinto día de ajetreo el nido estaba completo, sobre un listón que formaba un ángulo recto con el marco de la entrada principal. Ni cuenta nos dimos cuando pusieron los huevos; ¿Cuántos eran? Nunca lo supimos. Desde allí comenzó la rutina. Uno de ellos (¿se turnarían para empollar?) se quedaba en el nido y salía alborotado cuando abríamos la puerta. Se paraba a una distancia prudente y nos observaba. Si tardábamos mucho en partir, se alejaba, quién sabe a dónde. Mediamos su actividad por el número de cagadas que dejaban desde la entrada hasta unos diez metros desde la puerta. Eran blancas, como de un  centímetro de diámetro, acuosas y se secaban en poco tiempo. Nunca tuvimos que limpiar las suelas de los zapatos.

Pasaron los días, y luego las semanas. No sabemos cuánto. Nunca me llamó mucho la atención la ornitología, ¿por qué interesarme por el tiempo de incubación de unos huevos de pajaros? Un día los vimos. Eran feísimos: Ojos grandes, saltones. Pico enorme, siempre abierto a ver si del aire caía algo que satisfaciera su eterna hambre.

Pasó el tiempo y fueron creciendo, y de aquellos pedazos fofos de carne, pico y ojos surgió un ave, dos, tres. Llegó un momento en que no sabíamos cuántos vivían en el nido. A veces parecía que uno o los dos padres se habían mudado con los hijos. Tan apiñados estaban que si al principio parecían tres, a veces se veían cuatro o cinco cabezas. Al fin, crecieron tanto que un día a uno de ellos lo encontramos sobre el marco de la puerta, fuera del nido… y el nido seguía lleno.

Un día llegué al apartamento y recogí un anuncio publicitario que estaba colgado en la puerta. Entré, me senté, coloqué el blanco papel para leerlo en mi regazo y allí estaban. Eran diminutos, de menos de un milímetro, oscuros, y se movían rápidamente. Había decenas de ellos… Me llamaron para el almuerzo y me olvidé de los bichitos.

Dos noches después, listo para dormir, empecé a sentir la picazón. Me corría desde la entrepierna hasta la verija, torturando sin pudor mis testículos y sus alrededores. Me levanté y acerqué mis partes más íntimas a un bombillo en busca de la causa del malestar. No vi nada. Me metí a la ducha y me lavé. Sentí cierto alivio, pero el picor no cesó.

Temprano en la mañana, con suficiente luz hurgué en la zona de la refriega nocturna y vi unos animalitos diminutos, rojizos, casi transparentes, moviéndose en las zonas calvas de mi androanatomía. ¿Ladillas? Busque en Google la respuesta a mi duda, y si bien mis síntomas coincidían con los causados por estos proscritos del léxico decente, no así la descripción del comportamiento de los animalejos. Los míos se movían muy rápido, ¨aquéllas¨ lo hacían lentamente, ¡qué alivio!

Volví a Google tratando de descifrar el misterio… y allí, en el marco de la puerta del apartamento estaba la respuesta. Era el piojillo de las aves, un ácaro, voraz chupador de sangre, capaz de bajar la hemoglobina hasta la muerte a cualquier ave. Y a cualquier humano desprevenido. Dejé la computadora y corrí a la puerta, y armado de una escoba espanté a los pichones, que afortunadamente estaban como esperando un estímulo para echarse a volar, tumbé el nido y le pegué fuego. Lo demás fue desinfección de rutina.

2 comentarios:

  1. Bueno vale, te comentó que cuando salí de quinto año, entre otra de mis brillantes ideas, me fuí con una familia amiga a buscar "una hacienda de café perdida", por las montañas del Turimiquiere, entrando por Cocoyar, entre El Albino y Las Piedras. Con buchitos de brandy aquí y uno más allá, llegamos jumos al sitio que serviría de punto para arrancar la búsqueda de la Hacienda de los Boada. Llegó la noche y un señor de nombre Eleudomiro Herrera, especie de medio cacique rural, nos dío alojamiento, comida y una fiesta en "nuestro honor". Y más ron. Que horror. Arrancamos muy oscuro, como a las cuatro de la supermadrugada, nuestro periplo montañil. Y a todas estas: baño, ni por el carajo!!!!! Al final de la tarde, logramos dar una gente con información valiosa. Al fin!!!! Hicimos una croquis balurdo. Buscamos unos árboles que nos sirvieran de guía y una que otra referencia del relieve, para volver en otro momento. A todas estas, era sábado; así que nos fuimos pa Cumanacoa en un volteo!!! Llegamos con las cabezas toescoñ.... y ese ratón alcohólico estaba vivito. Y a dormir. Me levanto temprano pa el toque de campanas, la misa, el desayuno con pan y mortadela frita, con un vaso generoso de chocolate. Bueno, así terminaban las misas en Cumanacoa. Y eso se hacía en la plaza. Vuelvo a casa y le digo a mami: carajo!!!! no me había fijado que me están saliendo lunares y me están picando!!! (léase de picor. Y la sabia de Otilia me dice: pa´ve muchacho!!!. Y le enseño: uno justo debajo de la rodilla de la pata ñeca y otro en la nuca, cercano a la oreja derecha. Oti revisa, palpa, mucho control perceptivo y comienza el diagnóstico con: hummm. Y eso era todo. Ni pío. Va y viene con un trapo y un alicate!!!! Peeerrrooo!!! Pero yo, como muerto. Ya la cara de pendejo asombrado que tenía debía ser muy profesional. Alicate en la rodilla y zas!!! "lunar" arrancado. Alicate por la nuca y zas!!! "lunar" a mejor vida. Eran dos tamañas garrapatas turimiquereñas que estaban chupándose la sangre del monaguillo!!! Moraleja: lo pendejo nos dura que jode!!!! Luis Peñalver Bermúdez.

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