miércoles, 23 de septiembre de 2009


Otrora el Neverí era un río caudaloso

Para llegar a sus márgenes caminábamos desde mi casa unos doscientos metros que en cincuenta años se volvieron, digamos, ciento ochenta, porque su cauce se redujo, presionado por la modernidad y el menor aporte de agua en su nacimiento. Recuerdo que había que atravesar un bosque, de arbustos y hierbajos, herido por la planta humana que lo recorría muchas veces al día para hacer uso de la preciosa, aunque siempre oscura agua que la gravedad conducía al cercano mar. Era el lavandero, la piscina con trampolín, el baño al aire libre, el sitio para ensayar aventuras que la imaginación infantil de la época hacía por momentos realidad.

Pasar al otro lado era tarea fácil en tiempos de sequía. En época de lluvias su caudal se volvía agresivo e incordial y había que tener buenas habilidades de nadador para no pasar un buen susto, o la vergüenza extrema de volver derrotado al punto de partida. El mayor trofeo era regresar con una caja completa de “Canada Dry”, un refresco parecido al Chinotto, pero menos dulce y más chispeante, que embotellaban, enfrente de nuestra orilla, del otro lado.

Yo siempre fui mal nadador, y asmático, y por mi baja estatura y mis maltrechos pulmones, atravesarlo era una tarea impensable. Traer una caja de “Canada”, demás está decirlo, era un sueño imposible. Por lo general me conformaba con llegar hasta el medio y regresar agonizante, tanteando con los pies el fondo barroso de la orilla, sin ver el momento de dejar de dar brazadas desesperadas. Pasaba el susto pero nadie se burlaba de mí, las burlas eran para los que podían pero no lo lograban.

Un día el grupo me animó. Era sequía y la corriente lenta invitaba. “Iremos juntos y te ayudaremos” dijeron. Acepté sin mucho ánimo, y partimos. Llegué al medio cansado, pero seguí, entusiasmado de lograr la hazaña. A tres cuartos de la orilla comencé seriamente a flaquear, brazos y piernas no me respondían y el miedo me invadió. El grupo parecía haberse olvidado de mí y vi aterrado que el último me aventajaba unos diez metros. ¡Horror! Voy a ahogarme, pensé. Pero uno se acordó de mí. Regresó y me condujo pacientemente a la llegada.

El regreso fue más penoso, pero menos aterrador, que la venida. Tenía que caminar una media hora, o más, no sé. El puente se veía lejano y el camino abrupto, pero con mi estatura y mis pulmones, la tarea era sencilla.

1 comentario:

  1. Paito, que ocurrencias! JAJAJA
    Me hicitse acordar cuando pasabamos el domingo en aquel rio que queda como yendo para el Mall La Cascada. Como se llama, o se llamaba? Creo que ya no existe!
    Yo, que siempre he sido tan audaz, me tiraba en lo mas profundo, incluso despues que alguien nos habian advertido que "la semana pasada" el rio se habia llevado a un jovencito. Que terrible era!... bueno... soy.
    Hilda

    ResponderEliminar