domingo, 18 de octubre de 2009


Recuerdos de la infancia

Los recuerdos de la infancia llegan a la memoria como flashes, con saltos espasmódicos que luego no sabes si los viviste o son meras especulaciones de tu subconsciente. Se alternan entre la realidad y la fantasía. Ahora no sé si mis dos dientes partidos de abajo fueron producto de la caída que me di cuando me separé violentamente de las manos de mi abuela Pilar cuando tenía yo 4 ó 5 años y fui a golpear sin estrépito la orilla de la acera; o vinieron con los golpes que recibí, con mucho estrépito, al chocar el Volkswagen de José Angel, con Nelson de compañía, contra un poste en lo que hoy es la avenida intercomunal entre Barcelona y Puerto La Cruz.

Me viene a la memoria la emoción que sentí cuando, no mucho tiempo después del accidente con la acera, logré bailar, como un trompo de verdad, un fruto de maya enrollado a un guaral que había lanzado al piso de tierra de la casa en donde no hacía mucho tiempo nos habíamos instalado. Corrí entusiasmado a contárselo a mi mamá y quise repetir la hazaña, sin ningún éxito, a pesar de los muchos intentos. En esa misma casa, estando yo aún pequeño recibí el primer corrientazo de mi vida. Estaban remodelando y queriendo ayudar me decidí por despegar, jalándolo hacia mí con fuerza, el primer tomacorriente, de esos superficiales, que encontré en mi camino. Fue una experiencia impresionante. Me quedé pegado al accesorio. Temblaba como un poseso. Creo que perdí el sentido. No me viene a la mente quien me ayudó a salir de ésa.

Me paseo por mi infancia. Los recuerdos se agolpan, se amontonan. Es como una lluvia que alterna su fuerza al caer: chubasco intenso, casi salvaje y estremecedor y garúa suave, relajante. Me veo corriendo por la sabana con una rama de cují sin hojas en la mano, sin camisa, bañado en sudor, jadeante, tirando ramazos al enjambre de mariposas amarillas que brotan por montones del bosque. No hay ningún triunfo en matarlas. Es solo un juego. O estoy con uno de mis hermanos, en cuclillas, a la orilla del río, desplumando un pajarito que después de tirarle muchas piedras hemos logrado cazar para “el almuerzo”. El fuego arde y mi hermano prepara una varita para ensartar la caza, ponerle un poco de la sal que hemos traído, y asarlo. Que agradable. Otro día más de las largas vacaciones “en el campo”. A unos dos kilómetros de la casa paterna. Sin nada que temer. No habrá televisor que encender al regreso, ni reproches por haber estado perdidos todo el día. ¡Ahh, que agradable!
La foto es de Mongabay.com


1 comentario:

  1. Tio, es muy agardable leer, conocer o recordar historias acerca de ustedes y nuestra familia en general.
    Gracias por este regalo.
    Se les quiere mucho.

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